Un año para recordar: Ángeles caídos

este martes termina una de las propuestas más divertidas y audaces de la televisión en los últimos años, Un año para recordar, una serie que no quedará en la memoria mediática argentina por su rating –nunca le fue demasiado bien en ese rubro– ni por sus escándalos –no los tuvo–, pero que su fiel masa de seguidores guardará en algún lugar de privilegio entre los recuerdos más preciados. ¿Por qué? Porque se animó a mucho más de lo que prometía y mantuvo la apuesta todo lo que pudo. Jugó con el misticismo y los viajes en el tiempo con la naturalidad de quien no pide permiso para divertirse. Propuso un original pacto de verosimilitud: lo que tiene que parecer real no es la anécdota sino las emociones.
En esa dimensión, la serie sacó provecho del talento y la belleza de Carla Peterson y Gonzalo Valenzuela, dos antagonistas perfectos, capaces de mantenerse en equilibrio a pesar de la tormentosa mecánica de giros fantasiosos del guión.
En algún momento, hacia la mitad de la trama, Un año para recordar quizá exigió demasiada paciencia al espectador: valió la pena. La serie incluso sobrevivió al limitado repertorio de gestos tranquilizadores de Gastón Pauls, un galán preciso pero reducido a un rol satelital ante la potente química erótica y odiosa que se estableció entre Ana (Peterson) y Mariano Ocampo (Valenzuela), y también un tanto opacado por la encantadora labor cómica de Eleonora Wexler, Rafael Ferro y Julieta Ortega, tres puntos altísimos del programa.
Básicamente, lo que se termina es la historia de una mujer que en el primer episodio de la serie descubrió que podía viajar en el tiempo y que ese don le permitiría evitar el asesinato de su esposo (Ferro), la desaparición de su amante (Pauls) y el cierre del supermercado en el que trabaja, que había sido vendido a Ocampo.
En poco menos de medio año la serie reconstruyó el 2010 y abrió líneas de relato con protagonistas inolvidables, como el gremialista Wanda (Martín Campilongo, genial) o el repositor heavy Ariel Kancepolski (Alan Sabbagh), mientras enredó su trama central en una confusa mezcla de misiones y propósitos, con personajes que entraron y salieron sin demasiada lógica (¿qué pasó con los personajes de Gastón Ricaud y Coraje Ávalos?) pero con el mérito de sostener la tensión dramática. ¿Cómo lo hicieron? De nuevo, las emociones, y la capacidad de los actores para darles una profundidad conmovedora.
Resultó que Ana era un ángel, y que su esposo y el malo de la historia eran hermanos y algo así como ángeles caídos. La misión de Ana, como viajera del tiempo, era unirlos, para vencer una maldición que había caído sobre el padre de ambos y sobre Mariano. La serie llega a su último capítulo con varias historias por cerrar y con la incógnita de cómo se las arreglará Ana para conseguir un 2011 ideal que supo ver en uno de sus últimos viajes.
Sí, así contado parece un bodrio de aquellos, pero hay algo en Peterson capaz de convertir todo en oro, algo en sus gestos, algo en su torpeza anti-diva. Y hay un excelente trabajo de sus compañeros de reparto, más algunas apariciones especiales que fueron muy divertidas, como la de Florencia de la V o la de Juan José Campanella.
Hay, también, un sentido interesante del amor como emoción secundaria: lo que importa no es tanto la historia romántica como la posibilidad de hacer las cosas bien. En ese punto la historia ganó, por novedosa y alegre, la batalla contra la estupidez de los lugares comunes.
Vamos a extrañar a Ana, pluma por pluma, adondequiera y cuandoquiera que se vaya.


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